miércoles, 24 de junio de 2015

No somos irrompibles. Elsa Bornemann


Los cristales pueden quebrarse. 
A veces, basta un leve golpe de abanico. 
Las telas suelen desgarrarse al contacto de una diminuta astilla. 
Se rasgan los papeles... 
Se rompen los plásticos... 
Se rajan las maderas... 
Hasta las paredes se agrietan, tan firmes y sólidas como parecen. 

¿Y nosotros? 
Ah... Nosotros tampoco somos irrompibles. 
Nuestros huesos corren el riesgo de fracturarse, nuestra piel puede herirse... 
También nuestro corazón aunque siga funcionando como un reloj suizo y el médico nos asegure que estamos sanos. 
¡CUIDADO! ¡FRÁGIL! El corazón se daña muy fácilmente.

Cuando oye un “no” redondo o un “sí” desganado, una especie de “nnnnnsí” y merecía un tintineante “sí”... 

Cuando lo engañan... 
Cuando encuentra candados donde debía encontrar puertas abiertas. 
Cuando es una rueda que gira solitaria día tras día... noche más noche... 
Cuando... 

Entonces, siente tirones desde arriba, por adelante, desde abajo, por detrás... o es un potrillito huérfano galopando dentro del pecho. 
¿Se arruga? 
¿Se encoge? 
¿Se estira? 
No. 
Late lastimado. 
¿Y cómo se cura? 
Solamente el amor de otro corazón alivia sus heridas. 
Solamente el amor de otro corazón las cicatriza.

Mi amigo y yo lo sabemos. 
Por eso somos amigos. 

“La abuela electrónica” de Silvia Schujer.

Mi abuela funciona a pilas. O con electricidad, depende. Depende de la energía que necesite para lo que haya que hacer.

Si la tarea es cuidarme cuando mis padres salen de noche, la dejan enchufada. La sientan sobre la mecedora que está al lado de mi cama y le empalman un cable que llega hasta el teléfono por cualquier emergencia.

Si en cambio va a prepararme una torta o hacerme la leche cuando vuelvo del colegio, le colocamos las pilas para que se mueva
con toda libertad.

Mi abuela es igual a las otras. En serio. Sólo que está hecha con alta tecnología. Sin ir más lejos, tiene doble casetera y eso es bárbaro porque se le pueden pedir dos cosas al mismo tiempo. Y ella responde.

Mi abuela es mía.

Me la trajeron a casa apenas salió a la venta. Mis padres la pagaron con tarjeta de crédito a la mañana, y a la tarde ya estaba con nosotros.

Es que mi familia es muy moderna. Modernísima. A tal punto mi mamá y mi papá están preocupados por andar a la moda que no guardan ni el más mínimo recuerdo. De un día para otro tiran lo que pasó a la basura.

A lo mejor es por eso, ahora que lo pienso, que tengo tan mala memoria y no puedo acordarme entera ni siquiera la tabla del dos.

Desde que la abuela está en casa, sin embargo, las cosas en la escuela no me van tan mal.

Para empezar, ella tiene un dispositivo automático que todas las tardes se pone en marcha a la hora de hacer los deberes. Es así: se le prende una luz y se acciona una palanca. Abandona automáticamente lo que está haciendo y sus radares apuntan hacia donde estoy. Entonces me levanta por la cintura y me sienta junto a ella frente al escritorio. Ahí empezamos a resolver las cuentas y los problemas de regla de tres. O a calcar un mapa con tinta china negra.

Aunque nadie se lo pida, mi abuela lleva un registro exacto de mis útiles escolares. Por otro lado, le aprieto un botón de la espalda y el agujero de su nariz se convierte en sacapuntas. Le muevo un poco la oreja y las yemas de los dedos se vuelven gomas de tinta y lápiz.

Tener una abuela como la mía me encanta. Sobre todo cuando está enchufada, porque así puede gastar toda la energía que se le dé la gana y no cuesta demasiado mantenerla, como dice mi papá, que además de moderno es un tacaño y sufre como un perro cada vez que a mi abuela hay que cambiarle las pilas.

Casi todas las noches yo la enchufo un rato antes de irme a dormir. Así me cuenta un cuento. O lo hace aparecer en su pantalla para que yo lea mientras ella me acaricia la cabeza.

Sabe millones. Basta colocarle el disquete correspondiente (porque también viene con disquetera) y en cuestión de segundos empieza con alguna historia. Como es completamente automática, se apaga sola cuando me duermo.

Cuando mi abuela me cuenta un cuento o me canta algunas canciones, yo me olvido de que es electrónica.

Más que nunca parece una persona común y silvestre. Y es que además tiene una tecla de memoria que le permite escucharme. Yo puedo contarle cosas y, oprimiendo esa tecla, ella archiva toda la información: al final sabe de mí más que ninguno.

Me gusta tener a mi abuela. Aunque salir a pasear con ella me traiga algunos inconvenientes: los que no son tan modernos como mi familia nos miran mucho en la calle. Y se ríen.

O quieren tocarla para ver de qué material es.

Ven algo raro en sus movimientos... o en su cara, no sé.

Creo que las luces que tiene en los ojos no son cosa fácil de disimular. 

A mí me encanta tener esta abuela.

Hace unos días, sin embargo, mi mamá dijo que quería cambiarla por un modelo más nuevo. Dice que salieron unas más chicas, menos aparatosas, con más funciones y a control remoto.

La idea no me gusta para nada. Porque, aunque es cierto que estoy bastante acostumbrado a los cambios, con esta abuela me siento muy bien.

Las habrá mejor equipadas, ya sé. Pero yo quiero a la abuela que tengo. Y es que, aparte, cada vez me convenzo más de que ella también está acostumbrada a mí.

A decir verdad, desde que en casa están pensando en cambiar a la abuela, yo estoy tramando un plan para retenerla.

Sí. 

De a poquito la estoy entrenando para que pueda vivir por sus propios medios. Para que no deje que la compren y la vendan como si fuera una cosa, un mueble usado.

Los otros días le desconecté la luz de los ojos y ahora le estoy enseñando a ver. Vamos bien.

También le estoy enseñando a ser cariñosa sin el disquete.

Ésa es la parte que me resulta más fácil; a lo mejor porque me quiere, aunque ella todavía no lo sepa.

Pienso seguir trabajando.

Mi objetivo es que aprenda a llorar. A llorar como loca. Y lo más pronto posible, así el día que se la quieran llevar como parte de pago para traer una nueva, el escándalo lo armamos
juntos...

“La abuela electrónica”, del libro La abuela electrónica y algunos cuentos de Silvia Schujer.

LAS TRES DUDAS DEL BICHO COLORADO. Gustavo Roldán

Gustavo Roldán
LAS TRES DUDAS DEL BICHO COLORADO

YACARÉ: -¿Es importante tener muchas respuestas?
PULGA: - Yo creo que lo importante es tener muchas preguntas.

Las nubes giraron y giraron y fueron un dragón, fueron un jaguar, fueron un inmenso pájaro rojo.
Un pájaro que cambiaba de color y se convertía en un pájaro negro.
-Oiga, don sapo –dijo el bicho colorado-, hoy me desperté, miré las nubes y me dieron ganas de saber tres cosas.
-Diga nomás, amigo bicho colorado.
-¿Cuánto es un metro para una hormiga? ¿Dónde está el centro del mundo? ¿Cuál es el mejor momento para enamorarse? ¿Adónde se va el río cuando se va? ¿Por qué los peces no se ahogan? ¿Quién apaga las estrellas?

-¡Papa pepe lipi topo! ¡Usted se despertó en difícil, amigo bicho colorado!; pero no ha de ser este sapo el que se rinda ante las cosas difíciles. Además, si no conté mal, me parece que sus problemas son seis y no tres.
-Entonces primero quiero saber dónde está el centro del mundo, que es lo que me tiene más preocupado; porque en asuntos de amores me defiendo bastante bien.
-A ver…déjame hacer algunos cálculos…Estamos en Fortín Lavalle, a orillas del río Bermejo, en el monte chaqueño, a las puertas del Impenetrable.
-Eso ya lo sabía. Pero bueno, siga contando, don sapo.
-Me acuerdo de una vez en que el sol se detuvo para mirar a un chico que trepaba a los árboles y corría en un caballito de palo. Iba y volvía en un enorme patio que está al lado del antiguo fuerte, castigando con un látigo imaginario a su caballo para que corriera más.
-¡Eh, don sapo, no le pregunté nada de eso!
-No se apure, que a veces las respuestas vienen del lado que uno menos las espera. El sol, cualquiera sabe, pasa justo al mediodía por el centro del mundo. También cualquiera sabe que al mediodía puede verse el sol sobre Fortín Lavalle. Y como el sol no se va a detener en cualquier parte, fue aquí donde se paró, donde estaba ese antiguo fuerte del que todavía quedan huellas.
Aquí es el centro del mundo!
-Segurísimo. Aquí, entre la villa Río Bermejito y Fortín Lavalle, está el centro del mundo. Aunque no lo sabe casi nadie.
-¡Y yo que pensaba que vivíamos en cualquier parte! Voy corriendo a contarle al piojo.
El bicho colorado corrió con la buena noticia hasta donde estaba el piojo, arriba de la cabeza del ñandú.
-Añamembuí –dijo el piojo-, esta sí que es una buena noticia. Vos sí que sos un amigo. Me trajiste la noticia del año. Voy corriendo a decirle al yacaré que nosotros vivimos en el centro del mundo.
Y el yacaré le contó al tapir.
El tapir le contó al jabalí.
El jabalí le contó a la iguana.
La iguana le contó al mono.
El mono le contó a la pulga.
La pulga le contó al picaflor.
Y el picaflor le dijo a otros siete picaflores, que salieron a las disparadas a llevar la noticia por todo el monte.
Así se enteraron la corzuela, el oso hormiguero, la cotorrita verde, la garza blanca, la ranita saltarina, el tordo, el tatú carreta, la chicharra y mil animales más.
Y aunque nadie tenía ganas de contarles, también se enteraron la lechuza y la vizcacha.
-¿Se da cuenta, amiga vizcacha? –Dijo la lechuza-. ¿Se da cuenta de las barbaridades que dicen estos bichos?
-No tienen remedio, no van a aprender nunca.
-¡La culpa de todo la tiene ese sapo mentiroso! –gritó la lechuza.
-Y sus amigos: el piojo, la pulga y el bicho colorado – agregó la vizcacha.
-Y el yacaré.
-Mire si este va a ser el centro del mundo –concluyó la vizcacha.
La lechuza se quedó callada, pensando, muy preocupada. Después dijo:
-¿Y si fuera cierto, doña vizcacha? ¿Qué pasaría si fuera cierto?
-Ay, doña lechuza, no me diga que usted también le cree a ese sapo mentiroso.
-Es mentiroso, es petiso, es bocón, es mi mayor enemigo, pero por una vez me está pareciendo que puede decir la verdad.
-¡Ay ay ay! ¡A lo que nos lleva la vida! –Se lamentó la vizcacha-. Nunca hubiera pensado que usted también pudiera creerle a ese sapo.
-¿Sabe qué pasa? Que esta vez dijo una cosa que yo también supe conocer hace mucho, pero mucho tiempo.
-¿Qué dijo?
-Dijo que ahí, al lado del viejo fuerte donde quedan restos de un mangrullo, había un enorme patio y un chico que se pasaba trepando a los árboles y corriendo carreras en un caballito de palo.
-¿Y usted lo vio?
-Con estos grandes ojos que tengo. Porque en ese mangrullo me gustaba pararme y mirar a los chicos que iban a una escuelita que quedaba justo al frente, cruzando el camino. Aunque pasaron un montón de años, me acuerdo muy bien.
-¿Entonces es cierto que ahí está el centro del mundo?
-Capaz que sí. No me extrañaría que el sapo más mentiroso, por una vez en la vida, diga la verdad.
Y cuando dijo esto, a la lechuza se le cayó una lágrima. Tener que admitir que el sapo no estaba mintiendo le dolía en lo más secreto de su corazón.
No dijo nada más; se alejó volando bajito, como vuelan las lechuzas, para irse muy lejos por un largo tiempo.
Mientras tanto, en todo el monte, ahí donde comienza el Impenetrable chaqueño, los bichos con pelos y los bichos con plumas corren y vuelan de un lado para el otro, contentos, muy contentos, porque ahora saben que ese es el centro del mundo.
Y de paso, a los besos y a los abrazos, el piojo con la pioja, el tapir con la tapira, el mono con la mona, y las iguanas, lagartijas, jabalíes, todos en parejas, sin decir nada le iban contestando al bicho colorado otra de sus dudas: todos los tiempos son buenos para andar enamorados.

lunes, 15 de junio de 2015

Viceversa. Mario Benedetti.


Tengo miedo de verte 
necesidad de verte 
esperanza de verte 
desazones de verte 

tengo ganas de hallarte 
preocupación de hallarte 
certidumbre de hallarte 
pobres dudas de hallarte 

tengo urgencia de oírte 
alegría de oírte 
buena suerte de oírte 
y temores de oírte 

o sea 
resumiendo 
estoy jodido 
y radiante 
quizá más lo primero 
que lo segundo 
y también 
viceversa.

Corazón coraza. Mario Benedetti



Porque te tengo y no 

porque te pienso 
porque la noche está de ojos abiertos 
porque la noche pasa y digo amor 
porque has venido a recoger tu imagen 
y eres mejor que todas tus imágenes 
porque eres linda desde el pie hasta el alma 
porque eres buena desde el alma a mí 
porque te escondes dulce en el orgullo 
pequeña y dulce 
corazón coraza 



porque eres mía 
porque no eres mía 
porque te miro y muero 
y peor que muero 
si no te miro amor 
si no te miro 



porque tú siempre existes dondequiera 
pero existes mejor donde te quiero 
porque tu boca es sangre 
y tienes frío 
tengo que amarte amor 
tengo que amarte 
aunque esta herida duela como dos 
aunque te busque y no te encuentre 
y aunque 
la noche pase y yo te tenga 
y no.

EL CUENTO DEL LOBO (versión del Lobo)

EL CUENTO DEL LOBO 

El bosque era mi hogar. Yo vivía allí y me gustaba mucho. Siempre trataba de mantenerlo limpio y ordenado. Un día soleado, mientras estaba recogiendo las basuras dejadas por unos acampantes, sentí pasos. Me escondí detrás de un árbol y vi venir una niña vestida en forma muy divertida: toda de rojo y su cabeza cubierta, como si no quisiera que la vieran. Andaba feliz y comenzó a cortar las flores de nuestro bosque, sin pedir permiso a nadie. Quizás no se le ocurrió que estas flores no le pertenecían. Naturalmente, me puse a investigar. Le pregunté quien era, de dónde venía, a dónde iba, a lo que ella me contestó, cantando y bailando que iba a la casa de su abuelita con una canasta para el almuerzo. 

Me pareció una persona honesta, pero estaba en mi bosque cortando flores. De repente, sin ningún remordimiento, mató a un zancudo que volaba libremente, pues también el bosque es para él. Así que decidí darle una lección y lo serio que es meterse en el bosque sin anunciarse antes y comenzar a maltratar a sus habitantes. 
Le dejé seguir su camino y corrí a casa de la abuelita. Cuando llegué me abrió la puerta una simpática viejecita, le expliqué la situación y ella estuvo de acuerdo con que su nieta merecía una lección. La 
abuelita aceptó permanecer fuera de la vista hasta que yo la llamara y se escondió debajo de la cama. 

Cuando llegó la niña la invité a entrar al dormitorio donde yo estaba acostado, vestido con la ropa de abuelita. La niña llegó, sonrojada y me dijo algo desagradable acerca de mis grandes orejas. He sido insultado antes, así que traté de ser amable y le dije que misgrandes orejas eran para oírla mejor. Ahora bien, me agradaba la niña y traté de prestarle atención, pero ella hizo otra observación humillante 
acerca de mis ojos saltones. Uds. Comprenderán que comencé a sentirme enojado. La niña tenía bonita apariencia pero empezaba a serme antipática. Sin embargo pensé que debía poner la otra mejilla y le dije que mis ojos me ayudaban a verla mejor. Pero su siguiente insulto sí me encolerizó. Siempre he tenido problemas con mis grandes y feos dientes y esa niña hizo un comentario realmente grosero. Sé que debí haberme controlado, pero salté de la cama y le gruñí, enseñándole toda mi dentadura y diciéndole que eran así de grandes para comerla mejor. Ahora, piensen Uds.: ningún lobo puede comerse a una niña. Todo el mundo lo sabe. Pero esa niña comenzó a correr por toda la habitación gritando y yo corría detrás de ella para calmarla. Como tenía puesta la ropa de abuelita y me molestaba para correr, me la quité pero fue mucho peor. La niña gritó aún más. De repente, la puerta se abrió y apareció un leñador con un hacha enorme y afilada. Yo lo miré y comprendí que corría peligro, así que salté por la ventana y escapé. 

Me gustaría decirles que éste es el final de la historia, pero desgraciadamente no es así. La abuelita jamás contó mi parte de la historia y no pasó mucho tiempo sin que se corriera la voz de que yo era un lobo malo y peligroso Todo el mundo comenzó a evitarme. No sé qué le pasará a esa niña antipática vestida de forma tan rara, pero sí puedo decir que yo nunca pude contar mi historia. Ahora Uds. ya la saben. 

(Tomado de: Materiales educativos del Instituto Interamericano de Derechos Humanos)


Esteban Valentino. Caperucita Roja II. EL REGRESO


Al cazador le costaba un triunfo caminar entre los árboles porque el bosque estaba lleno de ramas por todos lados. El cazador y su ayudante tenían que abrirse paso como podían. Es que los árboles en primavera no dejan que la gente pase así no más y ahora era primavera.
De pronto, el Cazador se agachó y se puso a examinar el piso como si buscara algo. El ayudante lo miraba raro pero no decía ni pío para no enojarlo.
Al rato, el Cazador se levantó con cara de preocupado.
-Es una huella -dijo-. Me parece que vamos a tener que ir al Pueblo a avisarle a la gente.
-¿Usted cree que...? -empezó a preguntar el ayudante.
-Sí- lo interrumpió el cazador-. Ahora ya no tengo dudas.
Y después de un prolongado silencio, agregó:
-Volvió.
***
Era una hermosa mañana de primavera y Caperucita Roja saltaba de un lado a otro por el jardín de su casa. La capa roja, que no se sacaba ni para dormir le daba bastante calor pero poco a poco se había ido acostumbrando. Gracias a ella ahora era famosa y no era cuestión de andar por allí, dejándola en cualquier rincón olvidado del mundo.
Su nombre era repetido en todos los países del planeta con admiración y respeto. No había reunión en la que no se hablara de su gesta. En esos días hablar de Caperucita Roja era hablar de heroísmo, de valentía, de coraje.
Así que Caperucita estaba de lo más contenta cuando llegó el cartero.
-¡Carta certificada, urgente y archirrápida para la señorita Roja, Caperucita!
Caperucita dejó de saltar y salió corriendo a buscar la carta. Era de la abuelita, que seguía viviendo del otro lado del Bosque. Rompió el sobre de un manotón y se puso a leer. Eran pocas palabras y decían:

Querida niña:
Otra vez estoy enferma. El médico me dijo que es lo mismo que tuve hace dos años y de nuevo me prohibió levantarme a cocinar. Me gustaría que le pidieras a tu mamá que me prepare algo de comer así me lo traés. Por favor, cuando vengas, andá por el camino largo, que es más seguro. Te espero. La abuelita

Caperucita fue corriendo a contarle a su mamá, que estaba haciendo unos buñuelos de acelga.
-¡Mami, mami! - gritó la nena-. La abuela manda una carta diciendo que está enferma y pidiendo comida. ¡Tenemos que prepararle la canastita!
-¡Ah, no! - dijo la mamá-. Otra vez no. Bastantes disgustos tuvimos ya la vez pasado con eso de las orejas grandes, los dientes afilados y toda la historia. No, de ninguna manera. No vas.
-Pero ma - cuando Caperucita hablaba con su madre siempre estaba supertranquila-. Es tu mamá, mi abuelita. No podemos dejarla sin comida. Además, de ese asunto ya nadie se acuerda.
-Pero nunca se sabe.
-Sí que se sabe.
-No se sabe.
-Bueno, ma. No quiero discutir más este tema. Preparáme la canastita mientras yo me voy a cambiar.
La Madre quedó quejándose y, mientras suspiraba, agregaba aceite para freír más buñuelos. Preparó la canastita y, cuando su hija estuvo lista, le dijo:
-Por lo menos prometeme que esta vez vas a ir por el camino largo.
-Sí, má, no te preocupes. Ah, y si no llego a la noche no te hagas mala sangre. Es que me quedé a dormir en casa de Abue.
Y se fue, segura de una sola cosa. No habría nada en el mundo, pero nada, que la obligara a ir por el camino largo, más aburrido que la sopa. El Bosque que la esperaba. Y hacia allí se dirigió.
Pero cuando Caperucita se metía entre los primeros árboles llegó a su casa un telegrama. La mamá lo leyó y se desmayó toda por un buen rato.
Decía:
Lobo vuelto Stop Vive Bosque Stop Salir no Stop Abuelita menos Stop.
Cazador
***
Caperucita caminaba con mucho esfuerzo. El Bosque había crecido en los últimos dos años y el sendero que llevaba a casa de su Abuela ya no era tan claro como antes. Estaba tratando de romper una rama cuando oyó que alguien lloraba.
Caperucita podía ser todo lo famosa que quieran pero nunca había podido tolerar el llanto de nadie, así que apenas sintió los lamentos quiso saber de dónde venían. Paró la oreja. Venían de allá. No, a ver. Venían de aquel lado. No, tampoco, de aquel otro. Es que a veces el llanto no se sabe de dónde sale. Aparece en el medio de un bosque oscuro y es difícil encontrarlo. Pero Caperucita no se dio por vencida. Después de mucho buscar descubrió el origen del gemido. En aquella cueva, a la derecha, casi tapada por un tronco, alguien estaba triste y no se molestaba en ocultarlo.
La nena ya había tenido un buen susto dos años antes y no quería volver a pasar algunas horas de su vida en la panza de nadie.
"Allí siempre está oscuro y además hace mucho calor", pensó.
Así que se acercó muy pero muy despacio, tratando de que sus pies estuvieran más cerca del aire que del pasto. Finalmente, después de pegarse a la tierra los últimos metros, logró alcanzar la entrada de la cueva. Empezó a arrastrarse por el piso de la caverna lentamente. La tierra se le pegaba a su vestido pero no le importó.
La entrada daba a un pasillo.
El pasillo tenía una pendiente.
La pendiente terminaba en una pared. La pared formaba un pliegue que servía de asiento. Y en el asiento estaba sentado un lobo.
"...y en el asiento está sentado un lobo", pensó Caperucita.
"¡Un lobo!", volvió a pensar, pero esta vez a los gritos.
El lobo estaba demasiado ocupado llorando, así que no escuchó el pensamiento de Caperucita. La nena tuvo unas enormes ganas de salir corriendo pero ya quedó aclarado que no podía tolerar que nadie llorara. Además estaba intrigada. ¿Era ese un lobo cualquiera, así, con minúscula o se trataba  nada más y nada menos que del Lobo, ya casi tan famoso como ella?
Lo miro bien. Tenía dudas. Había pasado mucho tiempo. Lo volvió a mirar. No estaba decidida. La poca luz de la caverna tampoco ayudaba. En fin. ¿Era, no era? Pero por otra parte ¿qué diferencia había? Era un lobo. Y estaba llorando. A la vez, era el lobo que en algún momento se la había comido. Cierto que de aquel tarascón desafortunado nació toda la fama de la que gozaba ahora. Estaba dividida. Una parte suya quería salir corriendo y la otra quería seguir el asunto hasta el final. Caperucita nunca había sido tímida. Si quería averiguar algo lo averiguaba y listo. Así que se enderezó, se acomodó lo mejor que pudo la capa, se comió un buñuelo y se metió en la cueva. El lobo la vio llegar pero pareció no sorprenderse. Se paró en dos patas en el medio de la caverna y la espero de pié. Allí descubrió Caperucita que no era un lobo cualquiera sino el Lobo, su Lobo. Casi se alegró.
-Te estaba esperando- dijo la bestia.
-¿Cómo?- Caperucita no entendía nada. El miedo que había sentido unos segundos antes volvió en oleadas para advertirle que se había equivocado, que lo mejor hubiera sido escapar. Pero el animal seguía hablando.
-Sí. Sabía que ibas a venir.
Tu abuela no tiene nada. La carta la mandé yo para obligarte a ir a su casa. Estaba seguro de que no ibas a aguantar la tentación de usar el camino del Bosque. Y también se que no soportás que nadie llore. Armé todo esto para volver a verte.
La nena se lo quedó mirando fijo un rato largo.
-¿Y ahora qué? -preguntó-. ¿Me vas a comer de nuevo, te vas a quedar dormido para hacer la digestión, van a venir los cazadores y vamos a empezar otra vez con todo el lío?
-No -respondió el Lobo-.
Con una vez de comer piedras tengo suficiente. Me caen pesadas. Por otra parte han pasado dos años y nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
"En el fondo es un poeta", pensó ella.
-¿Y entonces para qué querías volver a verme?-volvió a preguntar.
-Para reparar una injusticia.
-No te entiendo.
-Sí que me entendés -continuó el Lobo-. Hace dos años vos no eras nadie. La gente no te conocía y lo más importante que hacías era llevarle buñuelos a tu abuela. Por cierto, ¿trajiste alguno?
-Sí. Aquí hay varios. Tomá.
-Gracias. Hmmmmm. Deliciosos. Bueno. Como te iba diciendo. Con esa cosa de los dientes afilados, las orejas enormes y los ojos saltones te hiciste famosa de la noche a la mañana.
-Pero el que me comiste fuiste vos.
-Mirá Cape. Vos podrás hacerle ese cuento a todo el mundo pero ya no más a mí. Me engañaste una vez y con eso...tengo bastante. ¿O me vas a decir que yo, con camisa y gorro de dormir, me parezco en algo a tu abuela? Vamos. Vos sabías que te iba a tragar de un saque y querías que pasara lo que pasó para conseguir la gloria que tenés ahora. Eso no me parece mal, te aclaro. Pero no es justo que la consiguieras a costo de mi desprestigio. Desde ese día, cualquiera que dice mi nombre tiembla de miedo.
Caperucita volvió a mirar al animal, se acordó de lo que había ocurrido dos años antes y sonrió.
-¿Y qué idea tenés en mente?
-Desaparecer. Pero con una historia que hable bien de mí y que limpie mi nombre. Ya tengo todo planeado. Me voy a alejar para siempre de este lugar pero vos vas a contar en el Pueblo que estuviste a punto de caer al barranco del río, que yo te salvé y que caí en la corriente después de salvarte. El resto lo va a hacer la gente. Les viene bien un héroe de vez en cuando.
-No sé. Me parece que me pedís demasiado. Primero me comés y después venís a pedirme que te ayude a limpiar tu fama.
-¿Empezamos de nuevo? Vos sabés perfectamente  que si te devoré aquella tarde fue porque vos quisiste. Y bastante caro lo pagué. Parte de tu futuro se construyó gracias a las piedras de mi estómago. Bueno, lo único que quiero es que vos ahora me ayudes un poco a edificar el mío.  No creo que sea un acuerdo muy terrible.
-Está bien -respondió Caperucita-. No me parece mala idea. A fin de cuentas nunca me caíste del todo pesado. Hagamos eso que decís.
Caminaron juntos un trecho hasta que llegaron a un claro del Bosque. Allí nacía el camino que iba a tomar el Lobo.
-Aquí tenemos que separarnos, Caperucita. Creo que es la última vez que nos vemos.
-No sé, Lobo- dijo la nena-.
Hace dos años pensé lo mismo y mirá lo que pasó. Ahora andá que la gente del Pueblo no debe tardar en venir a buscarme.
El Lobo no supo qué decir. Por un momento sintió que había hecho el largo y peligroso camino de regreso sólido para tener esa charla y se sintió un tonto. Le dio la espalda y empezó a alejarse.
- ¡Eh, Lobo! -gritó Caperucita.
-¿Qué pasa? -preguntó él dándose vuelta pero sin dejar de caminar.
-¿Sabes una cosa?
-No, ¿qué?
-Que no tenés los dientes tan afilados. Ni las orejas tan enormes.
El Lobo sonrió. La miró una vez más y se perdió en las sombras de un Bosque que, ahora se daba cuenta, también a él le había servido.
"Bien", pensó Caperucita.  "A hacer otro show".
Se rompió la ropa, destrozó la canastita y hasta rasgó la capa roja. Justo a tiempo. Por el camino del Pueblo llegaban los cazadores, la Madre, la Abuelita y otros voluntarios.
Cuando la vieron tirada en el suelo, con la ropa destruida, corrieron, pensando lo peor. Pero ella los tranquilizó.
-No se preocupen. Estoy bien. Ustedes no saben lo que me pasó -dijo con un hilo de voz-. Estuve a punto de caer al barranco pero el Lobo me salvó la vida.
-¿¡Cómo!? -preguntaron casi a coro.
-Sí, como lo oyen. Ahora estoy agotada. Por favor llévenme a casa de mi Abuelita. Allá les voy a contar todo.
La subieron en una camilla y se pusieron en marcha hacia el Pueblo. Antes de abandonar el claro buscó con los ojos el camino que había tomado el Lobo.
"Estamos a mano", pensó mientras la cara se le llenaba de un agua rara. Miró para arriba. Pero no.
No llovía.